Ellos esperan

Ellos esperan

amar la lectura, amar la escritura

Este blog fue hecho por docentes de Adultos de Lanús, para docentes de Adultos de Lanús.

Tiene unos pocos textos, en el eje del Bicentenario, con la convicción de que la Patria también se hizo fuera del campo de batalla y del campo político. Se hizo en las fábricas, en las cocinas humeantes, se hizo en los poemas y en los cuentos.

Difícilmente podamos enseñar a amar la lectura si como docentes no leemos.

Leer nos hace la vida mas grande, las ventanas mas anchas, el mundo mas luminoso.

Brindemos por eso.

un blog sin música no es un blog.

Entonces un poco de Jairo cantando Yupanqui, música para el alma. Y una hermosa canciòn para compartir con los alumnos.

Un videito del Cafe Literario del 2009

domingo, 28 de marzo de 2010

La Resistencia

Quinta Carta:
La Resistencia
Son los expulsados, los proscriptos, los ultrajados, los despojados de su patria y de su terruño, los empujados con brutalidad a las simas más hondas. Ahí es donde están los catecúmenos de hoy.
E.Jünger

Lo Peor es el Vértigo. .....
..... En el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo, el hombre adquiere un comportamiento de autómata, ya no es responsable, ya no es libre, ni reconoce a los demás......Se me encoge el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en que nos desplazamos, ignorantes atemorizados sin conocer la bandera de esta lucha, sin haberla elegido......El clima de Buenos Aires ha cambiado. En las calles, hombres y mujeres apresurados avanzan sin mirarse pendientes de cumplir con horarios que hacen peligrar su humanidad. Ya sin lugar para aquellas charlas de café que fueron un rasgo distintivo de esta ciudad, cuando la ferocidad y la violencia no la habían convertido en una megalópolis enloquecida. Cuando todavía las madres podían llevar a sus hijos a las plazas, o visitar a sus mayores. ¿Se puede florecer a esta velocidad? Una de las metas de esta carrera parece ser la productividad, pero ¿acaso son estos productos verdaderos frutos?.....El hombre no se puede mantener humano a esta velocidad, si vive como autómata será aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas, o del nacimiento de los niños......Estamos en camino pero no caminando, estamos encima de un vehículo sobre el que nos movemos sin parar, como una gran planchada, o como esas ciudades satélites que dicen que habrá. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quién de nosotros camina lentamente? Pero el vértigo no está sólo afuera, lo hemos asimilado a la mente que no para de emitir imágenes, como si ella también hiciese "zapping"; y, quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en clave de urgencia para que todo pase rápido y no permanezca. ste común destino es la gran oportunidad, pero ¿quién se atreve a saltar afuera? Tampoco sabemos ya rezar porque hemos perdido el silencio y también el grito......En el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo entre las personas. Lo que nos decimos son más cifras que palabras, contiene más información que novedad. La pérdida del dialogo ahoga el compromiso que nace entre las personas y que puede hacer del propio miedo un dinamismo que lo venza y les otorgue una mayor libertad. Pero el grave problema es que en esta civilización enferma no sólo hay explotación y miseria, sino que hay una correlativa miseria espiritual. La gran mayoría no quiere la libertad, la teme. El miedo es un síntoma de nuestro tiempo. Al extremo que, si rascamos un poco la superficie, podremos comprobar el pánico que subyace en la gente que vive tras la exigencia del trabajo en las grandes ciudades. Es tal la exigencia que se vive automáticamente, sin que un sí o un no haya precedido a los actos......La mayoría de la humanidad es empleada de un poder abstracto. Hay empleados que ganan más y otros que ganan menos. Pero ¿quién es el hombre libre que toma las decisiones? Ésta es una pregunta radical que todos hemos de hacernos hasta escuchar, en el alma, la responsabilidad a la que somos llamados......Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como negarse a seguir embarcado en ese tren que nos impulsa a la locura y al infortunio. ¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿Cómo habrían de abandonar esa vida?.....La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente qué entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. Si la tuviera saldría como el Ejercito de Salvación, o esos creyentes delirantes -quizás los únicos que verdaderamente creen en el testimonio- a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos separan de la catástrofe. Pero no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño, como la fe en un milagro lo que quiero transmitirles en esta carta. Algo que corresponde a la noche en que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar......Las dificultades de la vida moderna, el desempleo y la superpoblación han llevado al hombre a una dramática preocupación por lo económico. Así como en la guerra la vida se debate entre ser soldado o estar herido en algún hospital, en nuestros países, para infinidad de personas, la vida está limitada a ser trabajador de horario completo o quedar excluido. es grande la orfandad que cunde en las ciudades; la gran soledad de la persona original es una de las tragedias del vértigo y de la eficiencia......La primera tragedia que debe ser urgentemente reparada es la desvalorización de sí mismo que siente el hombre, y que conforma el paso previo al sometimiento y a la masificación. Hoy el hombre no se siente un pecador, se cree un engranaje, lo que es tragicamnete peor. Y esta profanación puede ser únicamente sanada con la mirada que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los méritos de su realización personal ni analizar cualquiera de sus actos. Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya..ñ....Si a pesar del miedo que nos paraliza volviéramos a tener fe en el hombre, tengo la convicción de que podríamos a vencer el miedo que nos paraliza como a cobardes. Yo he pasado riesgos de muerte durante años. ¿Sin miedo?. No, he tenido miedo hasta la temeridad pero no he podido retroceder. Si no hubiese sido por mis compañeros, por la pobre gente con la que ya me había comprometido, seguramente hubiera abandonado. Uno no se atreve cuando está solo y aislado, pero sí puede hacerlo sí se ha hundido tanto en la realidad de los otros que no puede volverse atrás. Cuando trabajé en la CONADEP, de noche soñaba aterrado que aquellas torturas, frente a las cuales yo hubiera preferido la muerte, eran sufridas por las personas que yo más quería. Impávido en el sueño, luego me despertaba angustiado y sin saber cómo seguir, pero horas después no podía negarme a escuchar a quienes pedían que yo los recibiera. No podía, era inadmisible que hubiese dicho que no a esos padres cuyos hijos, en verdad, habían sido masacrados.......Quiero decirles que no lo podía hacer por que ya estaba adentro, involucrado. Así es, uno se anima a llegar al dolor del otro, y la vida se convierte en un absoluto. Las más de las veces los hombres no nos acercamos, siquiera al umbral de lo que está pasando en el mundo, de lo que nos está pasando a todos, y entonces perdemos la oportunidad de habernos jugado, de llegar a morir en paz, domesticados en la obediencia a una sociedad que no respeta la dignidad del hombre. Muchos afirmarán que lo mejor es no involucrarse, porque los ideales finalmente son envilecidos como esos amores platónicos que parecen ensuciarse con la encarnación. Probablemente algo de eso sea cierto, pero las heridas de los hombres nos reclaman......Pero esto exige creación, novedad respecto de lo que estamos viviendo y la creación sólo surge en la libertad y está estrechamente ligada al sentido de la responsabilidad, es el poder que vence al miedo. El hombre de la posmodernidad está encadenado a las comodidades que le procura la técnica, y con frecuencia no se atreve a hundirse en experiencias hondas como el amor o la solidaridad. Pero el ser humano, paradójicamente sólo se salvará si pone su vida en riesgo por el otro hombre, por su prójimo, o su vecino, o por los chicos abandonados en el frío de las calles, sin el cuidado que esos años requieren, que viven en esa intemperie que arrastrarán como una herida abierta por el resto de sus días. Son doscientos cincuenta millones de niños los que están tirados por las calles del mundo......Estos chicos nos pertenecen como hijos y han de ser el primer motivo de nuestras luchas, la más genuina de nuestras vocaciones......De nuestro compromiso ante la orfandad puede surgir otra manera de vivir, donde el replegarse sobre sí mismo sea escándalo, donde el hombre pueda descubrir y crear una existencia diferente. La historia es el más grande conjunto de aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e injusticias, pero, a la vez, o por eso mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican para cuidar a los más desventurados. Ellos encarnan la resistencia...... Se trata ahora de saber, como dijo Camus, si su sacrificio es estéril o fecundo, y éste es un interrogante que debe plantearse en cada corazón, con la gravedad de los momentos decisivos. En esta decisión reconoceremos el lugar donde cada uno de nosotros es llamado a oponer resistencia; se crearán entonces espacios de libertad que puerden abrir horizontes hasta el momento inesperados......Es un puente el que habremos de atravesar, un pasaje. No podemos quedar fijados en el pasado ni tampoco deleitarnos en la mirada del abismo. En este camino si salida que enfrentamos hoy, la recreación del hombre y su mundo se nos aparece no como una elección entre otras sino como un gesto tan impostergable como el nacimiento de la criatura cuando es llegada su hora......Los hombres encuentran en las mismas crisis la fuerza para su superación. Así lo han mostrado tantos hombres y mujeres que, con el único recurso de la tenacidad y el valor, lucharon y vencieron a las sangrientas tiranías de nuestro continente. El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer. En esta tarea lo primordial es negarse a asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Éstos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los efectos.......El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria.

El Túnel

EL TUNEL(texto escogido)
II
Como decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor. Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree aveces un superhombre, hasta que advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie está desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre; quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de individuos! Hasta un hombre, real o simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de soberbia argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las rodillas? La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos años, cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir. Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y murmuró unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás..... Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida? Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna especie. Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó: al que no le gustara, que no la leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detrás de las explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la oportunidad de leer la historia de un crimen hasta el final..... Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante simple: pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA..... "¿Por qué -se podrá preguntar alguien- apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de ser leído por tantas personas?" Este es el género de preguntas que considero inútiles. Y no obstante hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio ya gritos delante de una samblea de cien mil rusos: nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir?..... Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté.

Ernesto Sábato

ERNESTO SABATO nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911, hizo su doctorado en física y cursos de filosofía en la Universidad de La Plata, trabajó en radiaciones atómicas en el Laboratorio Curie y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura. Ha escrito varios libros de ensayo sobre el hombre en la crisis de nuestro tiempo y sobre el sentido de la actividad literaria -así, El escritor y sus fantasmas (1963; versión definitiva, Seix Barral, 1979), Apologías y rechazos (Seix Barral, 1979)-, y tres novelas cuyas versiones definitivas se honró en presentar Seix Barral al público de habla hispana en 1978: El túnel en 1949, Sobre héroes y tumbas en 1961 y Abaddón el exterminador en 1974 (premiada en París como la mejor novela extranjera publicada en Francia en 1976). Escritores tan dispares como Camus y Greene, como Quasimodo y Piovene, como Gombrowicz y Nadeau han escrito con admiración sobre su obra. En 1983, fue elegido Presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de personas, creada por decisión del Presidente de la República Argentina, Raúl Alfonsín. Fruto de las tareas de dicha comisión fue el sobrecogedor volumen Nunca más (Seix Barral, 1985), conocido como "informe Sabato". En 1984, Ernesto Sabato obtuvo el Premio Cervantes.

domingo, 21 de marzo de 2010

Marco Denevi. Gente de la segunda mitad del siglo XX


Los escritores son orfebres, pero en vez de oro, usan palabras. Los hay chapuceros y los hay artistas, y los conocemos por sus obras.

Marco Denevi nació en Buenos Aires en 1922. Murió en 1998. Su primera y siempre recordada novela, Rosaura a las diez, obtuvo el Premio Kraft en 1955, iniciándolo en el camino de la literatura. Posteriormente recibió el Primer Premio de la revista Life en castellano en 1960 por la nouvelle Ceremonia secreta, y el Premio Argentores en 1962 por El cuarto de la noche. A partir de allí, conquistó un justo prestigio internacional basado en una obra profunda y deslumbrante. También quiso ser dramaturgo. Los Expedientes, obra estrenada en el teatro Cervantes, recibió el Premio Nacional de Teatro. Siguieron después otras obras -El emperador de la China, Cuando el perro del ángel no ladra-, pero Denevi dijo haberse dado cuenta de que no tenía otras condiciones para el teatro que las propias del espectador de obras ajenas, y no volvió a insistir. Desde 1980 practicó el periodismo político, Murió en la Ciudad de Buenos Aires el 12 de diciembre de 1998.


LA HORMIGA (de Falsificaciones 1969)
Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.
(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

Guillermo Enrique Hudson.Un texto que cuenta el pais del fin del siglo XIX

Guillermo Enrique Hudson

Guillermo Enrique Hudson (Argentina, 1841-Inglaterra, 1922). Su familia era originaria de Nueva Inglaterra y se radicó en Argentina en 1833, dedicándose a la cría de ovejas. Hudson pasaría su infancia y juventud en la pampa, experiencia vital de la que dejaría testimonio tanto en sus obras científicas, puesto que era un respetado ornitólogo, como en su obra narrativa. A la muerte de sus padres, Hudson pasó varios años recorriendo diversos países y desempeñando variados oficios; se instalaría definitivamente en Londres en 1869. En Inglaterra escribirá la mayor parte de sus novelas, recibiendo el reconocimiento y disfrutando de la amistad de escritores de la epoca
Jorge Luis Borges considero que algunos de sus libros eran superiores en muchos aspectos a Martín Fierro y Don Segundo Sombra

Alla lejos y hace tiempo (fragmento) (1918)

Cuando recuerdo las impresiones y experiencias de aquel sexto año pleno de sucesos, el incidente que reviste más importancia en mi recuerdo, en todo caso en la última mitad de aquel año, es la muerte de César. No hay nada en mi pasado que evoque tan bien; en verdad, fue el suceso más importante de mi infancia; la primera cosa en una vida joven que trae a ella la eterna nota de la tristeza.
Asomaba ya la primavera, cerca de mediados de agosto, y aún puedo recordar que para esa época del año el clima se presentaba demasiado frío y ventoso, cuando el viejo perro se acercaba a la muerte.
César era un animal ya viejo y muy querido, si bien no era de raza fina. Simplemente era un perro común del campo, de pelo corto, patas largas y hocico romo. El perro corriente o animal criollo de raza ordinaria tenía más o menos el tamaño de un collie escocés. César lo aventajaba en un tercio más, y se decía de él que superaba en mucho a todos los otros perros de la casa, que eran alrededor de doce a catorce, tanto en tamaño como en inteligencia y coraje. Naturalmente, era el cabecilla y amo de toda la manada, y cuando se levantaba con feroz gruñido desnudando sus grandes dientes y se lanzaba contra los otros para castigarlos por pelearse entre ellos o por violar en alguna otra forma la ley canina, sus víctimas se sometían acurrucándose contra el suelo. Era un perro negro que, ya en su vejez, tenía el pelaje salpicado en todo el cuerpo de pelos blancos, y la cara y las patas estaban casi grises por completo. César furioso, o montando guardia de noche, o cuando traía de los pastos al ganado, era un ser terrible. Con nosotros, los niños, era manso y paciente, permitiéndonos montar sobre su lomo lo mismo que el viejo Pichicho, el perro ovejero descripto en el primer capítulo. Al llegar a la vejez, se había tornado de mal carácter e irritable, y dejó de ser nuestro compañero de juegos. Los dos o tres últimos meses de su vida fueron muy tristes, y cuando nos preocupaba verlo tan flaco, con sus grandes costillas sobresaliéndole, o contemplábamos sus contracciones nerviosas mientras dormitaba, gruñendo y resollando, y observábamos también cuán penosamente luchaba para ponerse de pie, queríamos saber por qué era así... por qué no podíamos darle nada que lo restableciera. En respuesta, los mayores abríanle la enorme boca para mostrarnos sus dientes: los grandes caninos romos y los viejos molares completamente gastados. La mucha edad era el mal que lo afligía; tenía trece años, y eso, en verdad, era para mí una edad tremenda, pues yo no tenía ni la mitad y sin embargo parecíame que hacía mucho, mucho tiempo que me encontraba en el mundo.
A nadie ni le pasó por las mientes dar término a su vida; ni la menor insinuación al respecto se hizo jamás. En aquel país no se mataba de un tiro a un viejo perro porque había terminado su época de trabajo. Recuerdo su último día y cuán a menudo fuimos a mirarlo y a tratar de abrigarlo con gruesas mantas y a ofrecerle comida y agua allí donde yacía, en un lugar protegido, pues ya era incapaz de ponerse en pie. Y esa noche murió. Lo supimos tan pronto como nos levantamos a la mañana siguiente. Después del desayuno, durante el cual nos habíamos mostrado muy graves y callados, nuestro maestro dijo:
–Tenemos que enterrarlo hoy... a las doce, cuando yo esté libre. Será el mejor momento. Los muchachos pueden venir conmigo y el viejo Juan puede traer la pala.
Este anuncio nos alborotó enormemente, pues nunca habíamos visto enterrar a un perro ni tampoco habíamos oído jamás que tal cosa se hubiera hecho.
Alrededor de mediodía, el viejo César, muerto y rígido, era llevado por uno de los peones a un claro cubierto por el pasto, entre los viejos durazneros, donde ya se había cavado la fosa. Seguimos a nuestro maestro y nos quedamos mirando mientras bajaban el cadáver y echaban luego sobre él la tierra roja. La fosa era profunda, y el señor Trigg ayudó a llenarla, resoplando mucho mientras lo hacía y deteniéndose de vez en cuando para secarse la cara con su pañuelo de algodón de vivos colores.
Cuando todo terminó, mientras nosotros aún nos hallábamos de pie, rodeando la tumba en silencio, se le ocurrió al señor Trigg aprovechar la oportunidad. Tomando la actitud que asumía en clase, nos miró y dijo solemnemente:
–Este es el fin. Todo perro tiene su día y así sucede también con todo hombre, y el fin es igual para los dos. Morimos como el viejo César y nos colocan en el suelo cubriéndonos con la tierra.
Ahora bien; estas palabras simples y comunes me afectaron más que cualesquiera otras que haya escuchado en mi vida. Me destrozaron el corazón. Había oído algo terrible... demasiado terrible para pensar en ello, increíble... y sin embargo... si no fuera así, ¿por qué lo había dicho? ¿Era porque nos odiaba, sólo porque éramos chicos y tenía que enseñarnos las lecciones y quería torturarnos? ¡Dios! No, yo no podía creer eso. ¿Era ése, entonces, el horrible destino que nos esperaba a todos? Había oído hablar de la muerte... sabía que existía una cosa así; sabía que todos los animales tenían que morir y también que algunos hombres murieron. Entonces, ¿cómo nadie podría, ni aun un chiquillo de seis años, pasar por alto una realidad como ésa, especialmente en el país de mi nacimiento... una tierra de luchas, crímenes y muerte súbita? No había olvidado al hombre atado al poste del establo que había asesinado a alguien y que, tal vez, según me habían dicho, sería muerto en castigo a su vez. En verdad, sabía que había bondad y maldad en el mundo; hombres buenos y malos, y estos últimos –asesinos, ladrones y mentirosos– todos tendrían que morir, lo mismo que animales; pero si había alguna otra vida después de la muerte, eso no lo sabía. Todos los demás, yo y mi familia incluidos, éramos buenos y nunca habría de alcanzarnos la muerte. Cómo fue que no llegué más lejos en mi sistema o filosofía de la vida, no lo puedo decir; sólo supongo que mi madre no había comenzado todavía a instruirme sobre tales cosas por mi corta edad, o que lo había hecho y que yo lo había entendido a mi manera. Sin embargo, como luego descubrí, era una mujer religiosa y desde la infancia se me había enseñado a arrodillarme y a rezar una breve oración todas las noches: “Ahora que me voy a acostar, ruego al Señor por mi alma velar”. Pero sobre quién era el Señor o qué era mi alma, no tenía la menor idea. Era una forma amable de decir en rima que me iba a dormir. Mi mundo era un mundo puramente material, ¡y cuán maravilloso lo encontraba!; pero cómo llegué a formar parte de él, no lo sabía; sólo sabía (o imaginaba) que siempre estaría en él, viendo todos los días cosas nuevas y extrañas, sin cansarme jamás de nada. En la literatura sólo he encontrado en Vaughan, Traherne y otros místicos una expresión adecuada de ese perpetuo éxtasis delicioso en la naturaleza y en mi propia existencia, que experimenté en ese período.
¡Y ahora esas palabras jamás olvidadas, pronunciadas sobre la tumba de nuestro viejo perro, me despertaron de ese hermoso sueño de inalterable alegría!
Al recordar este hecho, me sorprende menos mi ignorancia que la intensidad de los sentimientos que experimenté y la terrible oscuridad que quedó en mi mente infantil. Creemos que la mentalidad de los niños –en realidad lo sé positivamente– es similar a la de los animales más bajos; o si es más elevada no lo es tanto como la más simple mentalidad de un salvaje. No puede concentrar sus pensamientos; ni siquiera puede pensar. Su conciencia comienza a despertar; le deleitan los colores, los olores; le extasía tocar, probar y oír, y se asemeja a un cachorro o un gatito bien alimentado jugando sobre el verde césped, al sol. Siendo esto así, se pensaría que el dolor de la revelación que había recibido se desvanecería rápidamente, que las vívidas impresiones de las cosas externas lo borrarían, restableciendo la armonía. Pero no fue así. El dolor continuó y aumentó hasta tornarse insoportable; entonces busqué a mi madre, vigilando primero hasta encontrarla sola en su habitación. Mas cuando estuve en ella, temí hablar, pensando que con una sola palabra confirmaría la espantosa realidad. Mirándome, de pronto se alarmó por la expresión de mi cara y comenzó a hacerme preguntas. Entonces, tratando de contener las lágrimas, le referí las palabras que habían sido dichas en el entierro del perro y le pregunté si eso era verdad; si yo, si ella, si todos nosotros debíamos morir y ser sepultados en la tierra. Contestóme que no, que no era totalmente cierto sino en determinada manera, ya que nuestros cuerpos debían perecer y ser enterrados, pero que teníamos una parte inmortal que no podía morir. Era verdad que el viejo César había sido un perro bueno y leal, que sentía y comprendía las cosas casi como un ser humano, y que la mayor parte de las personas creen que cuando un perro muere, muere totalmente y no tiene vida posterior. Eso no lo podíamos saber con certeza; algunos hombres eminentes, hombres muy buenos, pensaron en forma distinta. Creyeron que los animales, como nosotros, volverían a vivir. Esa también era su creencia, su gran esperanza; pero no podíamos saberlo con certeza, pues no nos es dado conocer tales cosas. De nosotros, sabemos que no morimos realmente, porque Dios mismo, que nos hizo a nosotros y a todas las cosas, nos lo dijo, y su promesa de vida eterna ha quedado grabada en su libro: la Biblia.
Escuché todo esto y mucho más, tembloroso y con un interés aterrador, y cuando hube captado la idea de que la muerte cuando a mí me alcanzara, como lo haría indefectiblemente, me dejaría, después de todo, con vida y que, como mi madre me lo explicó, la parte mía que realmente importaba, el yo, el yo soy, el yo que conocía y consideraba las cosas, nunca perecería, experimenté entonces un inmenso alivio. Cuando me alejé de su lado quería correr y saltar de alegría y volar por el aire como un pájaro. Había estado prisionero sufriendo el terrible martirio, y a poco, nuevamente, me encontraba libre... ¡la muerte no podría destruirme!
Hubo otra consecuencia más de haber descargado mi corazón con mi madre, quien había quedado sorprendida ante la profundidad del sentimiento que yo había demostrado y, sintiéndose sumamente culpable por haberme permitido vivir tanto tiempo en ese estado de ignorancia, comenzó a darme instrucción religiosa. Era demasiado pronto, ya que a esa edad no me era posible comprender la concepción de un mundo inmaterial. Ese poder, imagino que llega más tarde, cuando el niño normal tiene diez o doce años. Decirle a la edad de seis o siete años que Dios está en todas partes y que ve todas las cosas, sólo produce la idea de una persona maravillosamente activa y de gran poder visual, con ojos como los de un pájaro, capaces de ver todo lo que sucede alrededor de ella. Hace unos días leí la anécdota de una niñita que al ser acostada por su madre le dijo ésta que no tuviera miedo de la oscuridad, ya que Dios estaría allí para vigilarla y custodiarla mientras dormía. Luego, tomando la vela, se alejó. Pero poco después la niñita apareció en camisón, y cuando la interrogaron respondió:
–Voy a permanecer aquí, en la luz, mamita, y tú puedes subir a mi habitación y sentarte con Dios.
Mi propia idea de Dios en ese tiempo no fue más elevada. Al acostarme pensaba que hallábase en mi habitación tratando de encontrar la forma de atender todos sus asuntos, de manera de tener más tiempo para custodiarme a mí. Acostado con los ojos abiertos, nada podía ver en la oscuridad, pero yo sabía que El estaba allí porque así me lo habían dicho, y esto me preocupaba. Pero en cuanto cerraba los ojos aparecía su imagen erguida a tres o cuatro pies de la cabecera de la cama, en la forma de una columna de unos dos metros de altura y casi un metro de circunferencia. El color era azul, pero variable en intensidad; algunas noches era azul celeste, pero generalmente tenía un azul más profundo, puro, suave y hermoso como el del geranio silvestre.
Nada me sorprendería que muchas otras personas tuvieran una imagen material o presentimiento de los seres espirituales cuando se les enseña a creer en ellos a una edad demasiado temprana. Recientemente, al comparar con un amigo nuestros recuerdos infantiles, me dijo que él también había visto a Dios como un objeto azul, pero sin forma definida.
Durante muchos meses la columna azul no cesó de aparecérseme; creo que no se desvaneció ni dejó de ser más que un recuerdo hasta que cumplí los siete años, fecha que se adelanta mucho a los acontecimientos que estoy relatando.
Volviendo a la segunda revelación feliz que me hizo mi madre, declaro que si bien me llenó de alborozo el saber que no terminaría mi existencia con la muerte, la alegría y el alivio que me causó no me condujeron a un estado de felicidad perfecta. Todo lo que ella me dijera para consolarme y llenarme de coraje produjo su efecto: sabía ahora que la muerte era sólo un paso dado hacia una felicidad aún mayor de la que yo podría gozar en la vida. ¿Cómo podía yo, que aún no tenía seis años, pensar en forma distinta a lo que ella me había dicho que pensara, o tener alguna duda? Una madre significa más para su hijo que lo que cualquier otro ser, humano o divino, puede significar en su vida posterior. Depende él tanto de ella como cualquier pichón en el nido, de sus padres, y aún más, dado que ella cuida tanto de su alma o de su mente inexperta como de su cuerpo.
A pesar de todo esto, pronto volvió a asaltarme el miedo a la muerte, y por mucho tiempo me intranquilizó, especialmente cuando sentía de lleno su realidad. Aquellos hechos que me la recordaban eran muy frecuentes; rara vez transcurría un día entero sin que viera morir algo. Cuando la muerte era instantánea, por ejemplo un pájaro volteado de un tiro que caía a plomo como una piedra, no me inquietaba. Aquello no era más que un espectáculo extraño y excitante que no podía hacerme sentir la realidad de la muerte. Era principalmente cuando carneaban ganado que el terror me invadía por completo. ¡Y no me extraña! La forma criolla de matar una vaca o un ternero, en esa época, era particularmente penosa. Ocasionalmente se lo carneaba lejos del lugar, en la llanura, y los hombres traían la carne y el cuero; pero, por regla general, llevaban a la bestia cerca de la casa para ahorrarse molestias. Uno de los dos o tres hombres a caballo que se ocupaban de la operación revoleaba el lazo y la sujetaba por los cuernos; luego, alejándose al galope, tiraba del lazo hasta ponerlo tirante; entonces, un segundo hombre se bajaba del caballo y, corriendo hacia el animal que se encontraba atrás, desenvainaba un enorme cuchillo y con dos golpes rápidos como el relámpago le cortaba los tendones de las patas traseras. Instantáneamente la bestia caía sobre sus cuartos, y el mismo hombre, cuchillo en mano, pasaba a su lado o frente a ella acechando la oportunidad, y al encontrarla le sepultaba la larga hoja en la garganta, justo arriba del pecho, hasta la cruz, haciéndole describir un movimiento de rotación. Cuando la retiraba, brotaba de la torturada bestia un gran torrente de sangre, mientras el animal, aún sostenido por sus patas delanteras, mugía agonizante. Al llegar a este punto, a menudo el carneador saltaba con ligereza sobre su lomo, hundía las espuelas en los flancos del animal y, utilizando el plano de su gran cuchillo como si fuera un látigo, fingía correr una carrera, dando gritos de infernal alegría. Los mugidos se iban apagando hasta tornarse sonidos profundos, terribles, que parecían sollozos, y luego estertores. Entonces el jinete, viendo que el animal estaba a punto de morir, saltaba ágilmente hacia un lado. Caída la bestia, todos corrían hacia ella y, acomodándose sobre su tembloroso costado como si fuera un sillón, comenzaban a armar y encender cigarrillos.
La matanza de una vaca era para ellos un deporte fantástico, y cuanto más dinámico y peligroso era el animal y más prolongada la batalla, más les gustaba. Se sentían tan contentos y excitados como si fuera una pelea a cuchilladas o la caza de un avestruz. Para mí era una terrible lección objetiva que me retenía fascinado de horror. ¡Pues esto era la muerte! Los torrentes de sangre color carmesí, los gritos profundos que parecían de seres humanos, hacían que la bestia pareciera un hombre enorme y fuerte cazado en una trampa por adversarios pequeños, débiles pero listos, que lo torturaban para burlarse de su agonía.
Otras cosas acaecieron en aquella época que reavivaban el temor y la idea de la muerte. Un día llegó a la tranquera un viajero y, tras de de-sensillar el caballo, marchó a un lugar donde había sombra ubicado a unos sesenta o setenta metros más lejos, y allí se sentó, en la verde pendiente que terminaba en el foso, para refrescarse. Después de cabalgar largas horas bajo un sol ardiente, deseaba gozar de la sombra. Había llamado la atención de todo el mundo, al llegar, por su apariencia: de edad madura, facciones regulares y enrulado pelo castaño y barba, pero enorme –uno de los hombres más corpulentos que nunca hubiera visto–; no debía de pesar menos de ciento veinte kilos. Sentado o recostado en el pasto, se quedó dormido, y rodando por la pendiente cayó con tremendo ruido en el agua, que tenía como dos metros de profundidad. Tan fuerte fue el ruido que lo oyeron algunos hombres que trabajaban en el establo; corrieron para averiguar qué había sucedido y se encontraron con el accidente. El hombre se había hundido y no volvió a aparecer; con mucho trabajo lo sacaron, arrastrándolo por medio de sogas hasta la cima de la loma.
Yo lo contemplé, estirado e inmóvil y a todas luces muerto... el hombre enorme, igual a un buey que había visto hacía menos de una hora cuando había llamado nuestra atención y nos había maravillado por su gran tamaño y fuerza, estaba en brazos de la muerte... ¡muerto como el viejo César bajo la tierra donde ya crecía el pasto! Mientras tanto, los hombres que lo habían sacado estaban ocupados dándole vuelta y frotándole el cuerpo, y después de doce o quince minutos comenzó a boquear y dio otras señales de que volvía a la vida. Poco a poco abrió los ojos. El muerto estaba vivo otra vez; sin embargo, la conmoción que me había provocado era tan grande y el efecto tan duradero como si hubiera estado verdaderamente muerto.
Otro ejemplo aconteció antes de terminar mi sexto año, y con él concluiré este triste capítulo. En esa época teníamos una chica en la casa cuyo dulce rostro forma parte de un grupito de media docena que recuerdo tan claramente como si los estuviera viendo. Era la sobrina de la mujer de nuestro pastor, una argentina casada con un inglés, y llegó a nuestra casa para cuidar a los niños más pequeños. Tenía diecinueve años y era una niña pálida, esbelta y bonita, de grandes ojos oscuros y abundante cabellera negra. Con la más dulce sonrisa imaginable, la voz más suave y los modales más gentiles, era tan querida por todo el mundo en la casa que la considerábamos una persona de la familia. Desgraciadamente, estaba tísica, y después de unos pocos meses hubo que enviarla de vuelta a la casa de su tía. El lugar donde vivía se encontraba sólo a unos ocho cuadras más o menos de nuestro hogar, y todos los días mi madre la visitaba, haciendo todo lo posible por aliviarla con remedios, atenciones y cariños. La muchacha no quería que fuera ningún sacerdote a prepararla para la muerte; adoraba a su ama y deseaba tener su misma fe, y al final murió apóstata o convertida, según se mire.
Al día siguiente de su muerte nos llevaron a nosotros, los niños, a ver a nuestra amada Margarita por última vez, pero cuando llegamos a la puerta y los demás entraron siguiendo a mi madre, yo me quedé solo atrás. Salieron ellos y trataron de persuadirme de que entrara; aun trataron de arrastrarme y describieron su apariencia para excitar mi curiosidad. Yacía toda de blanco, con el negro cabello peinado suelto y flojo, sobre su blanco lecho, con nuestras flores sobre el pecho y a sus costados, y se la veía muy, muy hermosa. Fue todo en vano. Mirar a Margarita muerta era más de lo que yo podía soportar. Me dijeron que sólo su cuerpo de arcilla estaba muerto... el hermoso cuerpo al que habíamos venido a despedir; que su alma –ella misma, nuestra amada Margarita– estaba viva y era feliz, mucho más feliz de lo que cualquier persona podría serlo nunca en esta tierra, que cuando se le acercaba el fin había sonreído con dulzura y les aseguró que ya no tenía ningún temor a la muerte... que Dios se la llevaba consigo. Mas nada logró convencerme de que enfrentara el terrible espectáculo de Margarita muerta; el mismo pensamiento de que lo estaba era un peso intolerable sobre mi corazón. Sin embargo, no era la pena la que me laceraba de ese modo, a pesar de que yo sufría mucho, sino sólo el temor a la muerte.

¿Y qué hace acá Paulo Freire? Un videito y ciertas cosas que nos enrostra, pendientes ellas.

Como uno que vino a la fiesta, sin ser invitado, se nos metió en el blog, el pedagogo Paulo Freire, y no pudimos hacer nada, sino escuchar alguna de las cosas incómodas que siempre nos recuerda.



Es bueno recordar siempre a Paulo Freire.


1- Es necesario desarrollar una pedagogía de la pregunta. Siempre estamos escuchando una pedagogía de la respuesta. Los profesores contestan a preguntas que los alumnos no han hecho

2- Mi visión de la alfabetización va más allá del ba, be, bi, bo, bu. Porque implica una comprensión crítica de la realidad social, política y económica en la que está el alfabetizado

3- Enseñar exige respeto a los saberes de los educandos

4- Enseñar exige la corporización de las palabras por el ejemplo

5- Enseñar exige respeto a la autonomía del ser del educando

6- Enseñar exige seguridad, capacidad profesional y generosidad

7- Enseñar exige saber escuchar

8- Nadie es, si se prohíbe que otros sean

9- La Pedagogía del oprimido, deja de ser del oprimido y pasa a ser la pedagogía de los hombres en proceso de permanente liberación

10- No hay palabra verdadera que no sea unión inquebrantable entre acción y reflexión

11- Decir la palabra verdadera es transformar al mundo

12- Decir que los hombres son personas y como personas son libres y no hacer nada para lograr concretamente que esta afirmación sea objetiva, es una farsa

13- El hombre es hombre, y el mundo es mundo. En la medida en que ambos se encuentran en una relación permanente, el hombre transformando al mundo sufre los efectos de su propia transformación

14- El estudio no se mide por el número de páginas leídas en una noche, ni por la cantidad de libros leídos en un semestre. Estudiar no es un acto de consumir ideas, sino de crearlas y recrearlas

15- Solo educadores autoritarios niegan la solidaridad entre el acto de educar y el acto de ser educados por los educandos

16- Todos nosotros sabemos algo. Todos nosotros ignoramos algo. Por eso, aprendemos siempre
17- La cultura no es atributo exclusivo de la burguesía. Los llamados “ignorantes” son hombres y mujeres cultos a los que se les ha negado el derecho de expresarse y por ello son sometidos a vivir en una “cultura del silencio”

18- Alfabetizarse no es aprender a repetir palabras, sino a decir su palabra

19- Nadie libera a nadie ni nadie se libera solo.Los hombres se liberan en comunion

20- La ciencia y la tecnología, en la sociedad revolucionaria, deben estar al servicio de la liberación permanente de la HUMANIZACIÓN del hombre.

Sarmiento, padre del aula y también fino escritor


Amado u odiado por los historiadores, nadie duda del lugar de Domingo Faustino Sarmiento en su lugar fundante en las letras argentinas.

Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) no es sólo el dilucidador del célebre conflicto latinoamericano entre civilización y barbarie y autor de Facundo, uno de los grandes libros de todo los tiempos. Además, a la vez y con la misma euforia de escritor, fue uno de los creadores del género de la biografía y la autobiografía en este continente . El “Facundo” del cual acompañamos fragmento, es uno de los mas importantes libros del siglo XIX

FACUNDO (Fragmento) 1849




Media entre las ciudades de San Luís y San Juan un dilatado desierto, que, por su falta completa de agua, recibe el nombre de travesía. El aspecto de aquellas soledades es, por lo general, triste y desamparado, y el viajero que viene del oriente no pasa la última represa o aljibe de campo sin proveer sus chifles, de suficiente cantidad de agua. En esta travesía tuvo lugar, una vez, la extraña escena que sigue: Las cuchilladas, tan frecuentes entre nuestros gauchos, habían forzado, a uno de ellos, a abandonar precipitadamente la ciudad de San Luís, y ganar la travesía a pie, con la montura al hombro, a fin de escapar de las persecuciones de la justicia. Debían alcanzarlo dos compañeros, tan luego como pudieran robar caballos para los tres.
No eran, por entonces, sólo el hambre o la sed los peligros que le aguardaban en el desierto aquel, que un tigre cebado andaba hacía un año siguiendo los rastros de los viajeros, y pasaban ya de ocho los que habían sido víctimas de su predilección por la carne humana. Suele ocurrir, a veces, en aquellos países en que la fiera y el hombre se disputan el dominio de la naturaleza, que éste cae bajo la garra sangrienta de aquélla: entonces, el tigre empieza a gustar de preferencia su carne, y se llama cebado cuando se ha dado a este nuevo género de caza, la caza de hombres. El juez de la campaña inmediata al teatro de sus devastaciones convoca a los varones hábiles para la correría, y bajo su autoridad y dirección se hace la persecución del tigre cebado, que rara vez escapa a la sentencia que lo pone fuera de la ley.
Cuando nuestro prófugo había caminado cosa de seis leguas, creyó oír bramar el tigre a lo lejos, y sus fibras se estremecieron. Es el bramido del tigre un gruñido como el del cerdo, pero agrio, prolongado, estridente, y que, sin que haya motivo de temor, causa un sacudimiento involuntario en los nervios, como si la carne se agitara, ella sola, al anuncio de la muerte.
Algunos minutos después, el bramido se oyó más distinto y más cercano; el tigre venía ya sobre el rastro, y sólo a la larga distancia se divisaba un pequeño algarrobo. Era preciso apretar el paso, correr, en fin, porque los bramidos se sucedían con más frecuencia, y el último era más distinto, más vibrante que el que le precedía.
Al fin, arrojando la montura a un lado del camino, dirigióse el gaucho al árbol que había divisado, y no obstante la debilidad de su tronco, felizmente bastante elevado, pudo trepar a su copa y mantenerse en una continua oscilación, medio oculto entre el ramaje. Desde allí pudo observar la escena que tenía lugar en el camino: el tigre marchaba a paso precipitado, oliendo el suelo y bramando con más frecuencia, a medida que sentía la proximidad de su presa. Pasa adelante del punto en que ésta se había separado del camino y pierde el rastro; el tigre se enfurece, remolinea, hasta que divisa la montura, que desgarra de un manotón, esparciendo en el aire sus prendas. Más irritado aún con este chasco, vuelve a buscar el rastro, encuentra al fin la dirección en que va, y levantando la vista, divisa a su presa haciendo con el peso balancearse el algarrobillo, cual la frágil caña cuando las aves se posan en sus puntas.
Desde entonces ya no bramó el tigre: acercábase a saltos, y en un abrir y cerrar de ojos, sus enormes manos estaban apoyándose a dos varas del suelo, sobre el delgado tronco, al que comunicaban un temblor convulsivo, que iba a obrar sobre los nervios del mal seguro gaucho. Intentó la fiera dar un salto, impotente; dio vuelta en torno del árbol midiendo su altura con ojos enrojecidos por la sed de sangre, y al fin, bramando de cólera, se acostó en el suelo, batiendo, sin cesar, la cola, los ojos fijos en su presa, la boca entreabierta y reseca. Esta escena horrible duraba ya dos horas mortales: la postura violenta del gaucho y la fascinación aterrante que ejercía sobre él la mirada sanguinaria, inmóvil, del tigre, del que por una fuerza invencible de atracción no podía apartar los ojos, habían empezado a debilitar sus fuerzas, y ya veía próximo el momento en que su cuerpo extenuado iba a caer en su ancha boca, cuando el rumor lejano de galope de caballos le dio esperanza de salvación.
En efecto, sus amigos habían visto el rastro del tigre y corrían sin esperanza de salvarlo. El desparramo de la montura les reveló el lugar de la escena, y volar a él, desenrollar sus lazos, echarlos sobre el tigre, empacado y ciego de furor, fue la obra de un segundo. La fiera, estirada a dos lazos, no pudo escapar a las puñaladas repetidas con que, en venganza de su prolongada agonía, le traspasó el que iba a ser su víctima. “Entonces supe lo que era tener miedo”, decía el general don Juan Facundo Quiroga, contando a un grupo de oficiales este suceso.
También a él le llamaron Tigre de los Llanos, y no le sentaba mal esta denominación, a fe. (…)

sábado, 20 de marzo de 2010

El acomodo en un relato de Eduardo Wilde

Eduardo Wilde

Jose Eduardo Wilde nacio en Tupiza, Bolivia en 1844 y murio en 1912, en Bruselas, Bélgica. Su abuelo fue un inmigrante ingles y su padre un medico y militar argentino. Su madre fue una criolla mestiza de Tucuman Fue medico, politico, diplomatico y escritor. Y es uno de los exponentes de la llamada Generación del 80, junto a Lucio V. Mansilla, Miguel Cané (h), Eugenio Cambaceres, entre otros, protagonistas - desde el gobierno, el libro o el periodismo - de una labor que dejó en claro un modelo de país agroexportador, estrechamente vinculado al mercado inglés y permeable a la inmigración.Liberales, con puntos discutibles, creían que el manejo de los asuntos políticos se reservaba a una elite, a una minoría poseedora del saber y de la riqueza.

Relato: La carta de Recomendación /escrito en 1872

Buenos Aires está enfermo.

Lo han dejado las epidemias de cólera y fiebre amarilla, pero lo aqueja otra enfermedad interna.

Este pueblo padece de una afección moral, de un trastorno funcional de las pasiones.

La causa de esta afección es la necesidad, pero no la necesidad imperiosa de vivir y de poder emplear los elementos necesarios para mantener en función los organismos.

Generalmente hablando, los habitantes de Buenos Aires, tienen qué comer, con qué vestirse, aire para respirar, terreno en qué caminar, luz para ver y todos y todos los demás elementos que utilizan los órganos para mantener sus funciones.

Las necesidades estrictas de la vida pueden, pues, ser llenadas sin gran esfuerzo, en este pequeño centro de población.

Pero no sucede lo mismo con las necesidades ficticias que no por ser menos reales, son menos apremiantes.

Existe entre nosotros la necesidad imperiosa por parecer.

Ningún hombre se contenta ahora con tener con qué cubrirse la cabeza; si hay que cubrirla es necesario hacerlo con un sombrero a la moda y perpetuamente nuevo.

Ninguna mujer usa su pañuelo para guardarse del aire frío de las noches y de la humedad de la atmósfera; no señor, para obtener ese propósito se necesita una gorra y no una simple gorra, sino una gorra con flores. Si a más de esto la mencionada gorra tiene la sobresaliente cualidad de haber sido comprada en la calle Florida, la necesidad de cubrirse la cabeza queda enteramente satisfecha. Para tener un sombrero siempre a la moda y siempre nuevo, es necesario comprar muchos sombreros y para poseer una gorra siempre servible, es necesario comprar gorra para iglesia, gorra para teatro, gorra para paseo, gorra para verano, gorra para invierno, gorra para levantarse, gorra para estar despierto, gorra para dormir, en fin, es necesario tener un cargamento de gorras de todas las clases, tamaños, formas y colores.

Excusado es decir que para llenar la necesidad de no resfriarse, se necesita actualmente una pequeña renta de quinientos patacones al año.

No quiero irme de la cabeza a los pies por no dar un salto sobre los órganos intermedios, que tienen también sus necesidades y no quiero hablar de las necesidades de esos órganos, por que ha de resultar que para vestir a un hombre y satisfacer sus pasiones, se emplearía sin desperdicio las rentas de una aduana.

Felices tiempos aquellos en que comer sopa con tocino los domingos constituía el supremo de los goces y en que cuidar las cabras a caballos era la más loca e increíble de las ambiciones.

De su peso cae aquí la reflexión de que para satisfacer las necesidades de un individuo de nuestro tiempo, se necesita mucha plata.

Trabajar y lucir son dos cosas que se excluyen. El obrero que trabaja toda la semana, viste de blusa por el interés de conservar su paletó para el domingo.

¿Por qué se diría de un hombre conocido que usara sombrero los más de los días y de felpa y alto solamente los domingos y días de guardar?

El qué dirán, importa, pues, una nueva necesidad, la necesidad de trabajar poco.

Y si se pone esta necesidad al lado de la de ganar mucho, resulta lo que todos sabemos, es decir, que los más desean un buen acomodo.

Un buen acomodo quiere decir en castellano, un empleo en el cual se trabaje poco y se gane mucho.

De aquí la ingente suma de pretendiente que tiene cada puesto vacante.

Para alcanzar un empleo se necesita empeño, buenas relaciones.

Cualquiera diría que para ocupar un puesto se necesita aptitud, pero esto que parece verdad a primera vista, es un sofisma en Buenos Aires.

Las aptitudes son las cualidades en que menos se piensa.

El favor, la recomendación y la condescendencia, germinan de un modo alarmante y han dejado enfermiza a esta sociedad.

Verdaderamente, en Buenos Aires, el valor del mérito ha desaparecido o se ha desvirtuado.

Tener amigos (¡quién no tiene amigos en un país en que todos somos iguales!) es la mayor de las ventajas.

Los puestos en que se gana dinero circulan en un grupo de amigos.

No se pregunta cuál es el más apto sino cuál es el mejor recomendado. De esto resulta que la vida de las entidades políticas, financieras, comerciales, literarias e industriales, es insoportable, por los tiempos que corremos.

Ser ministro o capitalista es lo mismo que ser mártir o condenado en la vida.

Cada entidad en este pueblo recibe diariamente, veinte cartas de recomendación y escribe veinticinco.

Se necesita una renta para sólo papel y plumas.

Como en todas las cosas, la necesidad de dar cartas de recomendación, ha traído el abuso.

Ya no son solo los hombre eminente quienes las dan y las reciben.

Desde el presidente hasta el basurero, todos tienen a quien recomendar y quienes les haya sido recomendado.

Yo también recibo cartas de recomendación y las escribo por docenas. Felizmente, he dado con la luminosa idea de contestar en los sobres, lo que me produce una pequeña economía.

A proceder de otro modo, la profesión no me daría para mis gastos. La carta de recomendación se ha hecho una contribución, un tributo que todos pagamos por el solo hecho de usar el nombre que nos pusieron en la pila.

Por esto las cartas de esta clase han perdido su valor y se necesitan muchas para que valgan como una.

A estas cartas le ha sucedido lo que al papel moneda.

Primero un peso valía ocho reales de plata; ahora se necesitan veinticinco pesos para hacer un patacón.

El abuso ha traído el descrédito y la baratura de la mercancía.

Como todos recibimos cartas de recomendación, todos las damos sin escrúpulo.

Todo el que tiene un oficio las da, todo el que usa un nombre que siquiera esté en algún almanaque, las da también.

Para este propósito, las mujeres hacen un incalculable consumo de papel timbrado y no son estos billetes los menos eficaces.

La belleza, la posición y el sexo, abren las puertas para todo.

Es muy difícil decir no a una mujer bonita que dice sí.

Mucho más, es muy difícil decir no a cualquier mujer que dice sí.

Todavía me acuerdo que tratándose de una solicitud en que yo tenía razón, el gobernador castro me dejó de una pieza diciéndome que había unas cuantas señoras que no querían la cosa.

Es incalculable el poder de las mujeres.

Una de las cuales que me inducirían a quedarme soltero, sería el temor que hostigaran a mi mujer para pedirle cartas de recomendación. Si ella era desairada, el desairado era yo, y si era atendida ¿por qué atenderían una recomendación de mi mujer, más bien que una mía?

Hay indudablemente peligrosas maneras de hacer el bien.

Por serio que sea el conflicto en que nos hallamos y mientras salimos de él, no dejan de presentarse casos curiosísimos y ridículos en esta forma de distribuir puestos; el siguiente, por ejemplo:

Hace poco se presentó en casa, el señor don Pedro Romualdo Mosqueira, que era portador de una carta de recomendación para mí.

Atendiendo a ella, pregunté a son Romualdo en qué podía serle útil.

- Me han dicho, señor, me contestó, que usted es algo relacionado aquí y quería que me diera una cartita para alguno de sus amigos.

- Perfectamente; ¿en qué desearía ocuparse?

- En una empresa de diarios, por ejemplo.

- Muy bien ¿Sabe usted leer?

- No, señor.

- Perfectamente; tome asiento un instante.


Dicho y hecho, tomo la pluma y escribo:

Señor don Eduardo Dimet, director y propietario del "Nacional".

Estimado amigo:

Le presento a usted al señor don Pedro Romualdo Mosqueira que me ha sido calurosamente recomendado por nuestro común amigo Héctor Varela. Desea ocuparse en su imprenta y yo creo que se contentará con un módico sueldo de ocho mil pesos, si usted lo pone al frente de la administración de su establecimiento.

Saluda a usted atentamente.

N.N.


Haría de esto un mes, cuando una mañana recibo una carta que decía:

Señor don N.N.

Querido amigo:

Usted que tiene tanta relación con Dimet, hágame el favor de darle al portador de ésta. Don Rómulo Mezquita, una cartita de recomendación que le sirva a los menos, para presentarse. Este señor desea ocuparse en algún diario y como me ha sido muy recomendado, no vacilo en pedirle a usted un servicio a favor de un extranjero necesitado.

Soy su afectísimo.

Juan A. Golfarini


Quién será éste Rómulo Mezquita, decía yo, cuando alzando la vista, percibí en el patio la simpática de mi amigo y conocido don Pedro Romualdo Mosqueira que en sus tribulaciones por emplearse en un diario, hasta su nombre había perdido.

La cosa era sencilla. El círculo de amigos se cerraba. El hombre volvía al punto de que había partido, después de haber andado a pie por las calles de Buenos Aires, doscientas setenta y cinco leguas en un mes, tras de una o más cartas de recomendación.

- ¿Cómo es esto, señor Romualdo? Exclamé abriendo tamaña boca.

- Cómo ha de ser, me contestó, todo el mundo me ha recibido bien, pero cada cual me despedía con una carta y muchos ofrecimientos.


Como usted supondrá, llevé su carta a Dimet, Dimet me dijo que el puesto que pretendía estaba ocupado, pero que en el empeño de servirme, me recomendaría a Luis Varela, como lo hizo; Varela me recomendó a Bilbao, Bilbao me recomendó a Walls, Walls me recomendó a Cordgien, Cordgien me recomendó a Gutiérrez, Gutiérrez me recomendó a Cantilo, Cantilo a Quesada, Quesada a Balleto, Balleto a del Valle, del Valle a Goyena, Goyena a Paz, Paz a Mallo, Mallo a Golfarini y Golfarini a usted, y aquí me tiene otra vez al principio de mi carrera.

Excusado es decir que yo solemnicé tan original peregrinación, con toda la hilaridad de que pude disponer.

- ¿Y este cambio de nombre, señor don Romualdo?

- Ese cambio de nombre. Es que a fuerza de repetir "Pedro Romualdo Mosqueira" el nombre me parecía vulgar y largo y pensando que era más cómodo para las cartas de recomendación uno más corto, lo acorté llamándome Rómulo Mezquita.

- Pues señor don Rómulo Mezquita, conforme ha cambiado de nombre, cambie también de aspiraciones y en lugar de buscar un empleo en diarios, acepte cualquier trabajo, de cobrador por ejemplo.

- Don Pedro Romualdo Mosqueira tiene actualmente una agencia de cobranzas, vive sin lujo, pero cómodamente y sólo tiene una enfermedad que amarga su vida: sufre de epilepsia cuando ve una carta de recomendación.


Agosto 1872.

La mejor literatura argentina. Echeverría y El Matadero.

Esteban Echeverria.

Esteban Echeverría nació en Buenos Aires en 1805. Era hijo de la argentina doña María Espinosa y del vasco español José Domingo Echeverría. A temprana edad perdió a sus padres y fue joven mujeriego y guitarrero, lo que agravó ciertos problemas cardíacos que lo aquejaban. Esto lo obligó a cambiar de vida y asentarse.
Estudio en Europa entre 1825 y 1930, regresó a Buenos Aires, e introdujo en la zona del Río de la Plata el romanticismo literario, participó activamente en las reuniones de los Salones Literarios y logró una renovación. En 1837 participó activamente en el Salón Literario en la librería de don Marco Sastre.
Juan Manuel de Rosas ordenó la clausura del Salón, y Echeverría funda una sociedad secreta, la Asociación de Mayo, alrededor de 1838. Y publicó las ideas de su generación en el "Credo de esta Asociación", y que servirán de base para la publicación posterior de "El Dogma Socialista" en 1846.
Vivió en Montevideo hasta su muerte en el año 1851.El matadero de publicó postuma. Los últimos años que pasó en Uruguay, dedicó su vida a escribir. También publicó otra obra famosa, El Dogma Socialista. Creo que Alberdi captura el espíritu de Echeverría cuando dice: “En la temprana muerte de Echeverría, se han malogrado un hombre y un talento. Su corazón era tan puro y elevado como brillantes las facultades de su inteligencia...”


Este fragmento de El Matadero transmite sensaciones, olores, buena literatura, desde donde se mire.


El Matadero (fragmento) 1838


La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos lo ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en el medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era, que inter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos.
-Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno.
-Aquél lo escondió en el alzapón -replicaba la negra.
-Che, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo -exclamaba el carnicero.
-¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.
-Son para esa bruja: a la m...
-¡A la bruja! ¡A la bruja! -repitieron los muchachos-: ¡Se lleva la riñonada y el tongorí! - Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.
Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.
Varios muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraban chillando la matanza. Oíanse a menudo a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.
Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armado del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.
El animal prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritánbanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella singular orquesta.
Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.
-Hi de p... en el toro.
-Al diablo los torunos del Azul.
-Malhaya el tropero que nos da gato por liebre.
-Si es novillo.
-¿No está viendo que es toro viejo?
-Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c... si le parece, c...o!
-Ahí los tiene entre las piernas. ¿No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino?
-Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?
-Es emperrado y arisco como un unitario. -Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron-: ¡Mueran los salvajes unitarios!
-Para el tuerto los h...
-Sí, para el tuerto, que es hombre de c... para pelear con los unitarios.
-El matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!
-¡A Matasiete el matahambre!
-Allá va -gritó una voz ronca, interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz-. ¡Allá va el toro!
-¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio!
Y en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entre ambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Dióle el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.
-Se cortó el lazo -gritaron unos-: ¡allá va el toro!
Pero otros deslumbrados y atónitos guardaron silencio porque todo fue como un relámpago.
Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando:
-¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda!
-¡Enlaza, Siete pelos!
-¡Que te agarra, botija!
-¡Va furioso; no se le pongan delante!
-¡Ataja, ataja, morado!
-¡Déle espuela al mancarrón!
-¡Ya se metió en la calle sola!
-¡Que lo ataje el diablo!
El tropel y vocifería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras sentadas en hilera al borde del zanjón oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.
El toro entretanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales y en cuyo apozado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azoróse de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas:
-Se amoló el gringo; levántate, gringo -exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro, al toro! cuatro negras achuradoras que se retiraban con su presa se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.
El animal, entretanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido en una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua estirándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas.
-¡Desjarreten ese animal! -exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarlo con otros compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó:
-¡Aquí están los huevos! -Y sacando de la barriga del animal y mostrándolos a los espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aún vedada. Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.

un video de Cortazar

cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido: Cortazar leyendo

¿alguna vez escuchaste la peculiar manera de hablar de Borges?

Aca esta recitando un bello poema donde compara el Ajedrez con la vida. Escucharlo con su morosa voz, es un plus para nosotros.

Roberto Arlt.


Sus contemporaneos escritores decian que no escribia bien. Ellos fueron olvidados y Arlt sigue dando que hablar. No escribia bien, pero nadie escribía como él. Aca ponemos como ejemplo un articulo del diario, destinado al dia siguiente servir para envolver una docena de huevos. Sin embargo, han trascendido el tiempo. Sus personajes solitarios, locos y ambiciosos. Su pregunta por la traición, por el exito. Arlt, preocupaciones rusas a la argentina. Acá una aguafuerte porteña y una breve nota biográfica.

Roberto Arlt

Hijo de un inmigrante prusiano y una italiana, Roberto Godofredo Christophersen Arlt nació en Buenos Aires, en el barrio de Flores, en abril de 1900.Murio, de un ataque cardiaco a los 42 años.
Publicó El juguete rabioso, su primer novela, en 1926. Por entonces comenzaba también a escribir para los diarios Crítica y El mundo. Sus columnas diarias Aguafuertes porteñas, aparecieron de 1928 a 1935. Se divertía contando de sus amistades con rufianes, falsificadores y pistoleros, de las que saldrían muchos de sus personajes. Las Aguafuertes se convirtieron con el tiempo en uno de los clásicos de la literatura argentina.
Al mismo tiempo de su actividad como escritor, Arlt buscó constantemente hacerse rico como inventor, con singular fracaso. Formó una sociedad, ARNA (por Arlt y Naccaratti) y con el poco dinero que el actor Pascual Naccaratti pudo aportar instaló un pequeño laboratorio químico en Lanús. Llegó incluso a patentar unas medias reforzadas con caucho, que no fueron comercializadas, y al decir de un amigo, "parecen botas de bombero".


SOLILOQUIO DEL SOLTERON (1930)

Me miro el dedo gordo del pie, y gozo.
Gozo porque nadie me molesta. Igual que una tortuga, a la mañana, saco la cabeza debajo la caparazón de mis colchas y me digo, sabrosamente, moviendo el dedo gordo del pie:
-Nadie me molesta. Vivo solo, tranquilo y gordo como un archipreste glotón.
Mi camita es honesta, de una plaza y gracias. Podría usarla sin reparo ninguno el Papa o el arzobispo.
A las ocho de la mañana entra a mi cuarto la patrona de la pensión, una señora gorda, sosegada y maternal. Me da dos palmaditas en la espalda y me pone junto al velador la taza de café con leche y pan con manteca. Mi patrona me respeta y considera. Mi patrona tiene un loro que dice: "¡Ajuá! ¿Te fuiste? Que te vaya bien", y el loro y la patrona me consuelan de que la vida sea ingrata para otros, que tienen mujer y, además de mujer, una caterva de hijos.
Soy dulcemente egoísta y no me parece mal.
Trabajo lo indispensable para vivir, sin tener que gorrear a nadie, y soy pacífico, tímido y solitario. No creo en los hombres, y menos en las mujeres, mas esta convicción no me impide buscar a veces el trato de ellas, porque la experiencia se afina en su roce, y además no hay mujer, por mala que sea, que no nos haga indirectamente algún bien.
Me gustan las muchachitas que se ganan la vida. Son las únicas mujeres que provocan en mí un respeto extraordinario, a pesar de que no siempre son un encanto. Pero me gustan porque afirman un sentimiento de independencia, que es el sentido interior que rige mi vida.
Más me gustan todavía las mujeres que no se pintan. Las que se lavan la cara, y con el cabello húmedo, salen a la calle, causando una sensación de limpieza interior y exterior que haría que uno, sin escrúpulos de ninguna clase, les besara encantado los pies.
No me gustan los chicos, sino excepcionalmente. En todo chiquillo, casi siempre se descubren fisonómicamente los rastros de las pillerías de los padres, de manera que sólo me agradan a la distancia y cuando pienso artificialmente con el pensamiento de los demás que coinciden en decir: "¡Qué chicos, son un encanto!", aunque es mentira.
Me baño todos los días en invierno y verano. Tener el cuerpo limpio me parece que es el comienzo de la higiene mental.
Creo en el amor cuando estoy triste, cuando estoy contento miro a ciertas mujeres como si fueran mis hermanas, y me agradaría tener el poder de hacerlas felices, aunque no se me oculta que tal pensamiento es un disparate, pues si es imposible que un hombre haga feliz a una sola mujer, menos todavía a todas.
He tenido varias novias, y en ellas descubrí únicamente el interés de casarse, cierto es que dijeron quererme, pero luego quisieron también a otros, lo cual demuestra que la naturaleza humana es sumamente inestable, aunque sus actos quieran inspirarse en sentimientos eternos. Y por eso no me casé con ninguna.
Personas que me conocen poco dicen que soy un cínico; en verdad, soy un hombre tímido y tranquilo, que en vez de atenerse a las apariencias busca la verdad, porque la verdad puede ser la única guía del vivir honrado.
Mucha gente ha tratado de convencerme de que formara un hogar; al final descubrí que ellos serían muy felices si pudieran no tener hogar.
Soy servicial en la medida de lo posible y cuando mi egoísmo no se resiente mucho, aunque me he dado cuenta que el alma de los hombres está constituida de tal manera, que más pronto olvidan el bien que se les ha hecho que el mal que no se les causó.
Como todos los seres. humanos he localizado muchas mezquindades en mí y más me agradaría no tener ninguna, mas al final me he convencido que un hombre sin defectos sería inaguantable, porque jamás le daría motivo a sus prójimos para hablar mal de él, y lo único que nunca se le perdona a un hombre, es su perfección.
Hay días que me despierto con un sentimiento de dulzura floreciendo en mi corazón. Entonces me hago escrupulosamente el nudo de la corbata y salgo a la calle, y miro amorosamente las curvas de las mujeres. Y doy las gracias a Dios por haber fabricado un bicho tan lindo, que con su sola presencia nos enternece los sentidos y nos hace olvidar todo lo que hemos aprendido a costa del dolor.
Si estoy de buen humor, compro un diario y me entero de lo que pasa en el mundo, y siempre me convenzo de que es inútil que progrese la ciencia de los hombres si continúan manteniendo duro y agrio su corazón como era el corazón de los seres humanos hace mil años.
Al anochecer vuelvo a mi cuartujo de cenobita, y mientras espero que la sirvienta -una chica muy bruta y muy irritable- ponga la mesa, "sotto voce" canturreo Una furtiva lágrima, o sino Addio del passato o Bei giorni ridenti... Y mi corazón se anega de una paz maravillosa, y no me arrepiento de haber nacido.
No tengo parientes, y como respeto la belleza y detesto la descomposición, me he inscripto en la sociedad de cremaciones para que el día que yo muera el fuego me consuma y quede de mí, como único rastro de mi limpio paso sobre la tierra, unas puras cenizas.

Capitulo para Laucha.


Un hermoso cuento de amor que no fue, de Abelardo Castillo



Capítulo para Laucha

La noté rara, o diría: ansiosa. Como quien teme algo, algún acontecimiento desagradable que, de todos modos, va a sobrevenir. Le pregunté qué le pasaba. Con agresividad dijo que no le pasaba nada. Altanera, pensé; como siempre. Doña Isabel mientras tanto hablaba con alegría, mirándome como a un resucitado y diciendo "la nena" cada vez que nombraba a Laura, recordándome cosas de cuando éramos chicos, cosas que yo no recordaba, y otras que sí, pero que me hubiera gustado no recordar. Laura miró una vez más el reloj, aquel enfático reloj de pared, su rococó apócrifo, labrado en cedro; reloj que tenía una historia que he olvidado, donde había una abuela italiana, la guerra, un casamiento. Cuando tu madre se fue y te enfermaste, estaba diciendo ahora doña Isabel, las noches que pasé en vela, cuidándote. Se acuerdan de cuando jugaban a los no¬vios, preguntó de golpe, y yo pensé quién me habrá mandado venir. Laura dijo:

–Pero mamá.

–Qué tiene, che –dijo doña Isabel. Y el che me golpeó brutalmente en el oído, y a Laura también; es decir, a ella le gol¬peó a través de mí, de mi gesto quizá–. Al fin de cuentas eran chicos.

–¿Te acordás de la máquina de cine? –pregunté yo.

Laura sonrió apenas y dijo que sí. Una caja de zapatos, dos carreteles de hilo Corona. Un mecanismo delicado. Había una manivela. Pegábamos en largas tiras las historietas. El pato Donald. Las pasábamos en el cuartito, con las caras juntas. Dijo rápida¬mente:

–Todavía tengo una.

–Una qué.

–Una historieta.

–No.

–Sí.

Se reía, por fin. Las caras juntas, pensé, cuando éramos chicos; y una siesta, las manos también juntas en la penumbra del cuartito. Si quiero te beso, había dicho ella, Laura, que aquella vez dejó de reír súbitamente, como ahora, porque aquella vez yo había dicho que las mujeres y los varones son distintos y porque ahora me acordé de lo que ella respondió entonces y dije:

–Mostrame.

Laura se echó hacia atrás, miró instintivamente a doña Isabel y no atinó más que a decir "qué". La historieta, dije yo. Do¬ña Isabel me dio un mate.

–¿Tomás?

–Claro. Cómo no voy a tomar.

–Y, como ahora sos escritor. Miralo, quién iba a decir. Pero siempre te gustó la redacción. ¿Te acordás, nena, cómo le gustaba la redacción al Cacho?

–Te voy a buscar la historieta –dijo Laura.

Estaba saliendo de la cocina cuando se quedó rígida; las dos voces, la mía y la de doña Isabel, se cruzaron en el aire. Yo había dicho: Te acordás del Fosforito, de Oscar. Y doña Isabel: Ya que vas, trae las fotos.

–Qué fotos –dijo Laura, de espaldas.

–¿Cómo qué fotos? Las fotos. Cada día estás más bo¬ba, vos.

Laura salió.

–Fosforito –repetí–. Tan pelirrojo; era bueno. Qué se hizo.

Doña Isabel se reía. Una risa misteriosa y antigua. Como cuando éramos chicos y nos tenía preparada una sorpresa. Co¬mo cuando me regaló los guantes de boxeo una tarde de cum¬pleaños, tarde en que nos pusimos de acuerdo con Laura para ha¬cerlo venir a casa al pelirrojo porque el día anterior él le había dicho: "Che, Laucha, cómo estás creciendo", y le quiso tocar el pecho. "Cómo, tocar", le había preguntado yo, y Laura, tomándome una mano y apoyándola en su blusa dijo que así no, que él no había alcanzado a hacer esto, y la mano quedó ahí mientras hablábamos. Y durante muchas tardes yo seguí preguntando: "Pero, cómo." Lau¬ra entonces volvía a repetir el gesto y yo abandonaba la mano blandamente, mano que después ya no necesitaba excusas porque era una especie de juego o de ceremonial a la hora de la siesta, en el cuartito del fondo, donde estaban el baúl del Capitán Kidd y la vieja cama del abuelo sobre la que Laura se recostaba para contarme cualquier cosa del colegio o de la calle, mientras yo, sentado muy en el borde, fingía arreglar con una sola mano la descompuesta máquina de cine. Un mecanismo delicado.

–Se acuerda de la paliza que le pegué –dije. Doña Isabel, enigmática, se reía, evocando quizá a dos chicos que en una mano tenían un guante de box, y en la otra envuelto un trapo: A no pegarse fuerte, decía el estúpido–. Te acordás, Laura, de cuando lo hicimos boxear al Fosforito –dije ahora hablando alto hacia el patio.

Laura no respondió.

–¿Por qué se pelearon? –preguntó doña Isabel–. Mira que eras camorrero, vos.

–Hace tanto –me reí. Laura entró en la cocina.

–No la encontré –dijo–. Debe estar en el baúl. Del baúl te acordás.

Lo dijo de un modo que, al principio, no entendí. O quizá sí entendí.

–Mi baúl del escarabajo de oro. El cofre del capitán Kidd. Dónde está ahora.

–Allá –dijo Laura–. Donde siempre.

Hubo un silencio muy tenso, cargado de veranos a la hora larga de la siesta. Nos miramos. Iba a decir que me gustaría verlo; pero ella, y entonces recordé que siempre se me adelantaba, dijo con voz indiferente:

–Querés verlo.

–Bueno. Me levanté.

–Mostrale las fotos –dijo doña Isabel. El patio; la parra.

–Qué fotos –oí mi propia voz, hablando por decir algo.

–Sí, qué sé yo –dijo ella.

Caminábamos muy juntos. La pileta, la escalinata.

–La escalinata –dije–. Acá nos casamos, te acordás.

Su risa, demasiado fuerte. Casi desagradable. Hice un es¬fuerzo brutal por no escucharla; una risa chocante, tan artificial que estuve a punto de volverme a la cocina. Repetí que ahí, a los ocho años, nos habíamos casado.

–Abelardo –dijo ella.

Me sorprendí. Siempre que oigo mi nombre me sorprendo; siempre que lo pronuncian los que pertenecen a mi pasado, a la épo¬ca en que yo era el Cacho, no éste. Suena tan falso, por lo demás.

–¿Qué? –pregunté.

–Nada. Abelardo; suena raro. Cacho –dijo de pronto, riendo como una chiquilina–. Cacho cacho.

–Laucha –murmuré.

–Tengo la piedra –dijo.

–Súbase al techo –respondí.

–Diga cuarenta.

–Piense en un perro.

–Déme una estrella.

–Cómase un dedo.

–Tráigame peras –dijo.

–Te quiero mucho.

Hablé secamente. Me miró; dijo con seriedad:

–Perdiste –e intentó reír.

–Te quiero mucho.

Entramos en el cuarto y encendió la luz.

–Ahí está. El baúl; míralo.

Yo no miraba el baúl. Deliberadamente le miraba los labios.

–Por favor –dijo.

–El baúl, sí. Está igual. Qué te pasa. –Me senté en el viejo catre y la miraba. –Qué te pasa.

Estábamos a cuatro o cinco pasos de distancia; cuando estu¬vimos a uno, me levanté. Nos quedamos así, a un paso. Creo que dijo algo, como si dijera que no; pero yo no me había movido y ahora estábamos tocándonos, frente a frente, con los brazos caídos a los costados del cuerpo. Pensé que esta vez el nuevo gesto iba a ser mío. Tanto como para que no se sienta culpable, pensé.

Desde la cocina llegó, destemplada por el esfuerzo, la voz de doña Isabel.

–Laura –llamó–. Vengan a ver quién vino.

Laura, inexpresivamente, o acaso con desafiante sequedad, pero como si no se dirigiese a mí, dijo, mirándome, a unos centí¬metros de mi cara:

–Mi prometido.

Yo sentía ahora, en mis dedos, su anillo. Supe también, antes de que la otra voz llegara desde la cocina, que se trataba de él. Casi me río.

–Cachuzo –me gritaba Fosforito–. Capitanazo. Hice a un lado la cara. Sin levantar la voz, dije:

–Voy.

En la mitad del patio nos encontramos. El me dio la mano, mientras besaba a Laura; después, me abrazó. Empujándome un po¬co por los hombros echaba el cuerpo hacia atrás, para verme mejor. Se calmó, por fin. Dijo que venía molido.

–El laburo, sabes. Trabajo en el taller de Bruno. Te acordás del Bruno, el que se le fue la vieja –se interrumpió–. Uy, per¬dóname.

Laura había alcanzado a decir:

–Oscar.

Él, creyendo que lo importante era mi madre, repitió:

–Disculpa, viejo. Y, qué tal estás. Mama mía qué pinta de bancario tenes. De qué trabajas.

–De todo un poco –dije.

–Qué vago, Dios mío –sacudía la cabeza; nos había pa¬sado el brazo por los hombros–. Éste sí que siempre fue un vago. Te acordás, flaco. Nunca quería ir a robar caramelos a lo del gallego –esto último se lo había dicho a Laura; ahora me miraba–. El ga¬llego murió, sabes. Un cáncer al pescuezo. Nunca quería ir a robar y después se quedaba con los mejores caramelos. Al que lo vi el otro día fue al ruso, a Burman. Por ahí tengo la tarjeta; es médico. Y se acordaba de los carritos de rulemanes y todo. Te acordás de las ca¬rreras en la bajada, y en el zanjón, contra los Indios de Floresta, cuando un indio te empujó a la pasada que casi te matas en la ba¬rranca y después le encajaste esa pina, mi madre, y que después les quemamos todos los carritos. Se hacía respetar éste. Y con la cara que tenía, que siempre parecía venido del colegio de curas. –En¬tramos en la cocina; doña Isabel le alcanzó un mate. Había prepara¬do tres vasos con Cinzano. Nos miraba a los tres con un gesto de casi incredulidad; como si pensara que la vida, a pesar de todo, puede ser hermosa. –Y la paliza que me diste, te acordás. Se acuer¬da, mami, qué paliza.

Me sentí agredido. Como si debajo de aquella sonrisa can¬dorosa, de aquella pureza brutal, se ocultara veladamente una ame¬naza. Fue una impresión brevísima; o quizá no fue más que un deseo; la necesidad de odiar aquel candor que casi me impidió mirar los ojos de Laura cuando ella me alcanzó el vaso con Cinzano, y que obligó a mis dedos, como si los estuviera tocando un cable eléctri¬co, a realizar un esfuerzo para quedarse ahí, rodeando el vaso: sin¬tiendo el contacto de la mano de Laura. De todas maneras, acepté despreciarme; pero más tarde, cuando me fuera de aquella casa cruzando la placita Martín Fierro, o algún día, cuando decidiera escribir que sí, que dejé mis dedos un segundo más de lo necesario, porque mientras él hablaba, riéndose, diciendo que todo al fin de cuentas había sido por un chiste, yo dejé mis dedos un segundo más de lo necesario y volví a recordar mi pregunta "cómo, tocar" y le¬vanté los ojos y miré los de Laura.

–Qué diferencia con ahora, eh vieja. –Él se había da¬do vuelta y se lavaba la cara y las manos en la pileta de la cocina. –Tanto lío por eso. Si es ahora, a cañonazos teníamos que agarrar¬nos. –Se rió; con gesto infantil, miró a doña Isabel de reojo: ella estaba abstraída, tratando de pinchar una aceituna, y él volvió a reírse. Cerró la canilla. –¿Y lo despreciativa que era ésta? No ha¬blaba con casi nadie. –Juntando los dedos, los abrió de golpe, salpicándola divertido. –Lo que es si no te engancho yo, vieja, quién se casaba con vos, decime. Pero oíme, qué te pasa. Qué te enojas, che: no sabes aceptar ni una broma. Dame la toalla.

Laura salió; al volver traía la toalla y una gran caja rectan¬gular. Con fotos. Y un álbum.

Dije que tenía que irme. Pero Laura, implacable, abrió la carpeta y desparramó las fotos sobre la mesa; dijo que no podía irme sin esperarlo a don Carlos, al padre, que ya debía de estar por llegar del almacén, porque antes de cenar juega como siempre su partida de tute, y toma su Cinzano al volver, y no se cuida para nada de la presión. Me fui sin verlo, de todos modos. Pero recuerdo su cara co¬lorada, sonriendo, asomada detrás del hombro de la tía Angélica, en la foto que me alcanzó Laura. Y después, enorme, bailando con una doña Isabel con flores en la cabeza. Laura, su mano bajo la de Oscar, cortando la torta. Todos de pie, rígidos, enfrentando al fotógrafo. Laura sola. Oscar con doña Isabel, bailando muy separados. La mesa larga, dispuesta de modo que las botellas de cerveza quedaran ocul¬tas por las de sidra. Los chicos de los vecinos, haciendo morisque¬tas; una mano, lejos, por encima de la cabeza de alguien, perpe¬tuándose. Y Laura, cerrando de pronto el álbum, y su enorme y temible mirada parda. Me fui.

Pasé por la escuela de varones y por la tienda de las mellizas; estuve sentado en la placita Martín Fierro. Laucha, pensé. Y pensé que hay cosas que nunca debieran escribirse.